viernes, 22 de diciembre de 2017

Anna Karenina de Boris Eifman en el Liceu

Anna Karenina. Foto: Souheil Michael Khoury

Boris Eifman es un coreógrafo dramático muy prolífico que cambió el concepto del ballet clásico existente en la Rusia de los setenta. Anna Karenina es uno de sus ballets más celebrados que en el Gran Teatre del Liceu vivimos como una fiesta, agotando localidades para las cinco funciones programadas. 

Carolina Masjuan

La primera representación del ballet Anna Karenina de Boris Eifman fue en 2005 y confirmó una vez más la reputación del coreógrafo de San Petesburgo, como el creador más destacado de su país. Desde entonces ha llenado los teatros de toda Europa y América cosechando buenas críticas y el aplauso del público y convirtiéndose en uno de los más estimulantes ballets contemporáneos de raíces eminentemente clásicas, gracias a la sabia interacción entre coreografía y música. 

Eifman Ballet, Anna Karenina. Foto: Hana Kudryashova
Una selección musical que incluye una gran variedad de obras de Chaikovski como la Serenata para cuerdas en Do Mayor, las Suites núm. 1 y 3, Souvenir d’un Lien Cher, la Sinfonía núm. 6 y núm. 2, Hamlet y Romeo y Julieta entre muchas otras, interpretadas por la Orquesta Sinfónica del Liceu bajo la batuta del maestro surafricano Conrad van Alphen, así como una parte contemporánea grabada.

Treinta y seis bailarines en escena cuentan esta historia que gira entorno al triángulo amoroso formado por Anna-Karenin-Vronski y que nos acerca a las vicisitudes de una mujer absorbida y destrozada por la pasión, dispuesta a sacrificarlo todo. En palabras del propio Eifman, el drama de esta mujer renacida, se expresa mediante la plasticidad del cuerpo en una pieza que habla del presente y no del pasado, de las emociones actuales y de los claros paralelismos con la realidad contemporánea. 

Con más de cuarenta títulos en su haber, actualmente Boris Eifman es uno de los coreógrafos vivos de más sólida trayectoria entre los creadores rusos. Creó su compañía en 1977 en San Petersburgo, concebida y desarrollada como un laboratorio experimental. Sus primeras actuaciones generaron reacciones entusiastas por parte del público y ciertas reservas por parte de los defensores del ballet tradicional que no se mostraron abiertos al aceptar la autoridad del entonces joven coreógrafo. 

Anna Karenina. Foto: Guillermo Galindo
A finales de los 70 y principios de los 80, Eifman crea su propio repertorio. Así el coreógrafo y su compañía exploran nuevos géneros. En este sentido, Eifman crea actuaciones con una característica que le define: patrones coreográficos sorprendentemente nítidos, destinados a expresar las pasiones ardientes de los roles principales de los ballets. 

La compañía, formada por bailarines ganadores de concursos y premios otorgados, entre otros, por el Gobierno de Rusia, se distingue por su brillante técnica, su dedicación única y su gran inteligencia en el escenario.

A pesar de su probado prestigio y reconocimiento internacional, Boris Eifman sigue reclamando un teatro para su compañía. Los estrenos los realizan en el Teatro Alexandrinsky de San Petesburgo pero sigue a la espera de la construcción de un impresionante centro para la danza que él mismo ha proyectado para San Petesburgo. De momento, eso sí, el gobierno de la ciudad ha impulsado la creación de su academia de danza.

Para la función del jueves la compañía ofreció el segundo elenco, con la sustitución por una lesión en el último momento, del bailarín que debía interpretar el papel de Vronski por otro bailarín de la compañía que probablemente se estrenara en el rol, dado que todos los bailarines le aplaudieron al finalizar la representación.

Este no es un ballet que narre la novela como podemos encontrar en otras versiones de la obra de Tolstoi, como por ejemplo en la de John Neumeier estrenada en Julio de este año y de la hicimos nuestra crónica aquí No hay para nada la historia de las tres familias en escena, faltan muchísimos personajes. Sólo brevemente al principio sale Kitty, la prometida de Vronsky. La historia se centra en el trío amoroso, basado en los personajes principales de la novela y cuyo desarrollo transcurre más o menos como en la novela pero sin que la trama resulte evidente.

Anna Karenina. Eifman Ballet. Foto: Souheil Michael Koury

La puesta en escena es magnífica, las partes corales espectaculares, la coreografía, aunque simple en el sentido de la secuencia entre pasos a dos, tríos y todo el elenco, es impactante en la forma de mover a los bailarines, en la exigencia de figuras clásicas llevadas al límite, en unos portés muy elaborados y exigentes, muy rápidos y constantes, que los bailarines dominan con una maestría apabullante.

El vestuario es igualmente muy bello, el baile de máscaras cuando los amantes se han instalado en Venecia como un último intento de salvar su amor, es suntuoso.

Anna Karenina. Foto: Hana Kudryashova
Cuando ya próximo el fin, con la bella música de la obertura de Romeo y Julieta de Chaikovski, el cuerpo de baile se desnuda para arropar a una Anna Karenina frágil, desesperada y algo trastornada, desnuda también, con su larga y hermosa cabellera rubia suelta, para desarrollar una danza más contemporánea, es cuando podemos apreciar la gran versatilidad de los bailarines y la maestría del coreógrafo.

El suicidio de Anna, subida al andamio que representa la estación y con el cuerpo de baile masculino inmerso en una danza frenética simulando el tren, es impactante.

Pero si en la parte técnica los bailarines estuvieron espectaculares, la parte dramática no la acompañó tanto en cuanto a la capacidad de los artistas principales para transmitir los distintos sentimientos de sus personajes. Solo Karenin, Sergey Volobuev, que él sí, a una danza alucinante de ligereza y precisión ya sea en sus solos como en los portés, aportaba una fuerza magnética y una interpretación que te permitía vivir con él toda la frustración, rabia y desesperación del marido despechado. Un bailarín que suponemos veterano en la compañía pero que es sin duda una de sus grandes estrellas.

Anna Karenina. Foto: Souheil Michael Koury
Anna Karenina, Daria Reznik, magnífica, con una gran flexibilidad que le permitía lucirse técnicamente ante la gran dificultad del rol, no alcanzaba a transmitir las emociones por las que pasa en el transcurso de las dos horas del ballet. En cuanto a Vronsky, Igor Subbotin, apuesto y convincente en su rol asimismo tan exigente, tampoco aportaba al personaje el dramatismo necesario para mostrarnos todos sus estados pasionales.

No obstante pese a esa frialdad en el dramatismo, el altísimo nivel de los bailarines, la fuerza de la coreografía, la belleza y el magnetismo de todo el ballet, junto con una escenografía de Zinovy Margolin basada en andamios y columnas de bronce sabiamente iluminados y el magnífico vestuario de Slava Okunev, nos permitieron vivir una gran noche de ballet que todo el público celebró entusiastamente.

Nuestro tan bello teatro debería incrementar las funciones de danza, sobre todo de ballet clásico, con grandes compañías y un repertorio variado. Ya que no parece dispuesto a tener compañía propia, al menos que no deje desamparados a quienes amamos esta forma artística.

Dicen los entendidos que no es ésta la obra maestra de Eifman si no que es su Gisele Roja. Acabamos de descubrir esta compañía y por lo que vimos con Anna Karenina, estaríamos encantados de tener más ocasiones de ir conociendo su trabajo.



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