Alina Cojocaru y Johan Koborg en una escena de Giselle (Foto: L.R.) |
Por algo dicen que es una de las mejores bailarinas del mundo. Lo tiene todo: interpretación, virtuosismo, técnica y un gran carisma. Menuda y de aspecto aniñado, Alina Cojocaru (Bucarest), interpretó ayer en el Teatro de Madrid una Giselle que, literalmente, enamoró e hizo enmudecer al público.
Lola Ramírez
Y lo hizo como se gestan los grandes amores, poco a poco y como quien no quiere la cosa. De entrada, en el primer acto, Alina Cojocaru nos ofreció una ingenua y pizpireta Giselle, tierna y seductora a la vez. La técnica de esta bailarina rumana que se convirtió en primera bailarina del Royal Ballet en 2001 y, precisamente interpretando este personaje, es tan depurada y tan virtuosa que consigue que el espectador piense que Alina vuela porque tiene alas y que Alina sube la pierna hasta el cielo porque es de goma.
En realidad el espectador se olvida de todo eso; lo único que puede hacer, y lo hace es enamorarse de la pequeña gran rumana.
Cierto que, además del virtuosismo de esta primera bailarina, a la que acompañaba en su actuación el Ballet Nacional de la Ópera de Bucarest, la Giselle del Teatro de Madrid contaba también con una cuidada y lograda escenografía que en el primer acto nos traslada al ambiente bucólico de los bosques del Rhin, con su castillo dibujado en la silueta del horizonte. Alina baila, se enamora y enamora a Albretch, interpretado por Johan Kobborg, su pareja en la vida real y, también primer bailarín del Royal. Kobborg hace su papel con suma dignidad: Permitir y ayudar a que la estrella brille con toda intensidad. Y lo hace muy bien. Más de una bailarina perdida entre el público habrá envidiado un porteador tan firme y seguro. Los giros de Johan Kobborg son perfectos y su trabajo limpio, pero en Giselle, Venus siempre es Giselle y, en este caso más que nunca.
Una de las múltiples cualidades de la bailarina del Royal es que no hace pantomima, interpreta, vive su papel. A menudo en el ballet vemos interpretaciones demasiado histriónicas que restan realismo al personaje.Somos conscientes de que algunos coreógrafos lo exigen. Cuestión de gustos, pero en esta ocasión no es así. Alina vive su personaje y cuando se vuelve loca, parece que se vuelve loca de verdad y cuando se muere, el público se muere con ella, de tal manera que, al bajarse el telón tienen que pasar unos segundos hasta que el respetable resucita y vuelve al mundo real.
Pero si el primer acto la Giselle de Alina Cojocaru enamora, en el segundo resulta insuperable. El “adage” (el de Giselle es uno de los escasos adagios que se hacen en solitario, sin partenaire), es perfecto. Ni el más mínimo temblor. Alguien en medio del sepulcral silencio hace el intento de aplaudir. Y le mandan callar. En esta Giselle el público no quiere aplausos, el público sólo quiere atrapar esos instantes de magia que rara vez se suelen dar.
No puedo decir más, sólo que nunca había visto algo igual. Ya en los ensayos de la compañía, a los que tuve el privilegio de asistir, viendo a Alina recordé a Barhysnikov; es la primera vez que veo a una bailarina que me haga sentir lo mismo: que estoy delante de alguien genial, alguien que supera los límites del resto de los mortales.
Para terminar, algo que me llamó poderosamente la atención y que casi me contagia el apunte de lágrimas que había en los ojos de Cojocaru: la sencillez de la bailarina rumana al saludar; el querer compartir con el resto del elenco y como una más, el sincero y apasionado agradecimiento del público. ¿Por qué será que, a menudo, los más grandes suelen ser los más sencillos?
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